4 de
marzo de 2012 (2º
de Cuaresma) - Textos bíblicos: Génesis
17,1-7.15-16; Romanos
4,13-25; Marcos 8,31-38
El
domingo pasado recordábamos el sentido que tiene para la Iglesia la cuaresma.
En la liturgia explicábamos que es un tiempo
en el que nos preparamos para la celebración
de la Pascua, mediante la oración y el auto-examen, en un período simbólico de
40 días, que evoca la duración del diluvio del Génesis, la estancia de Moisés
en el Sinaí, el viaje de Elías al monte Horeb, las tentaciones de Jesús:
tiempos de crisis.
Decíamos
que, en la iglesia primitiva, la cuaresma era el tiempo en la comunidad
cristiana acompañaba a los catecúmenos en su preparación espiritual para ser
bautizados en la vigilia de la Pascua. En muchas comunidades cristianas
continúa siendo hoy un tiempo para preparar a los candidatos al bautismo y a la
confirmación, y para reflexionar profundamente sobre el discipulado bautismal.
Resumíamos
diciendo que era un tiempo de ejercitación del cristianismo. Tiempo de
ejercitarnos en nuestro ser cristianos, en nuestra vida de bautizados. Es como
un tiempo
de “maniobras”, de poner en práctica lo que ya somos, lo que ya hemos sido
hechos por el Espíritu de Dios al ser incorporados a Jesús por el bautismo: tiempo
de ejercitar la “conciencia renovada”, la “identidad nueva” de hijos de Dios,
como Jesús. También como iglesia, tiempo de prepararnos para la tarea de
anunciar y realizar la buena noticia del Reinado de Dios.
2. Tiempo de ejercitarnos como discípulos
Los textos de hoy nos
ayudan a entender la cuaresma como un tiempo para ejercitarnos como discípulos
y discípulas de Jesús.
“Si alguno quiere ser discípulo mío,
deberá olvidarse de sí mismo, cargar con su cruz y seguirme” (Mc 8,34).
Hay que tener cuidado,
porque en esta frase de Jesús el acento no está puesto en el olvido de uno
mismo, como si se tratara de una doctrina esotérica o una meditación trascendental.
Ni siquiera está puesto en cargar con la cruz, en un planteamiento masoquista,
como se ha presentado en ocasiones la existencia del cristiano. Las dos cosas
están en función de lo que verdaderamente importa: el seguimiento de Jesús.
Porque en eso consiste el ser discípulo/a de Jesús:
“Iba Jesús
caminando por la orilla del lago de Galilea, cuando vio a Simón y a Andrés.
Eran pescadores y estaban echando la red en el lago. Jesús les dijo: - Venid
conmigo y os haré pescadores de hombres. Ellos dejaron al punto sus redes y se
fueron con él” (Mc 1,16-17).
“Al pasar vio a
Leví, el hijo de Alfeo, que estaba sentado en su despacho de recaudación de
impuestos, y le dijo: - Sígueme. Leví se levantó y lo siguió” (Mc 2,13-14).
El cristiano es un seguidor de Jesús. El que sigue a
Jesús en sus enseñanzas acerca del Reinado de Dios. Lo que ocurre es que en
Jesús sus enseñanzas y su vida son una misma cosa. Jesús anuncia la llegada del
Reinado de Dios, a la vez que realiza señales de la llegada del Reinado de Dios:
“los ciegos ven, los cojos andan, los
leprosos quedan limpios de su enfermedad, los sordos oyen, los muertos
resucitan y a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Lc 7,22). De
este modo camina Jesús hacia la victoria del Reinado de Dios. Lo que ocurre es
que Jesús es consciente de que su camino, y así lo intenta compartir con sus
discípulos:
“Entonces Jesús
comenzó a explicarles que el Hijo de hombre tenía que sufrir mucho; que había
de ser rechazado por los ancianos del pueblo, los jefes de los sacerdotes y los
maestros de la ley; que luego lo matarían, pero que al tercer día resucitaría”
(Mc 8,31).
El cristiano/a es un discípulo de Jesús. El que sigue sus
enseñanzas. El que sigue su vida. El que sigue a Jesús en su propia vida. Aquí
y ahora. ¿En dirección a la cruz? En dirección al Reinado de Dios, que pasa por
el enfrentamiento con el mal en todas sus manifestaciones: En sentido físico y
espiritual; a nivel personal y comunitario; en el terreno social, político o
religioso. En las relaciones con el prójimo, y con todo lo creado, que aguarda
la manifestación gloriosa de los hijos de Dios.
Jesús entra en conflicto. Sólo que lo resuelve de otra
manera: No se enfrenta directamente con los que crean el conflicto, con
aquellos que se le oponen en su camino hacia el Reinado de Dios. Jesús no
pretende triunfar “él”, sino que busca el triunfo de Dios. Pero para que
triunfe Dios y no Jesús, para que Jesús pueda realizar el proyecto de Dios que
desea la felicidad de todos los hombres y mujeres, “él”, Jesús, debe perder. Será
rechazado, padecerá y será ejecutado. El camino del triunfo de Dios pasa por la
derrota de Jesús. Lo que Jesús pide a sus seguidores es que lo acompañen en su
camino.
3. Tiempo de ejercitarnos como creyentes
Jesús recorre su camino porque confía en Dios como su
Padre. Por el contrario, Pedro no confía en Dios, y por eso no comprende los
criterios de Jesús y lo reprende. Y Jesús reprende a Pedro porque al seguir manteniendo
los criterios humanos y sociales ambientales acerca del triunfo no puede
comprender los criterios de Dios y se convierte en un obstáculo para Jesús.
Seguir a Jesús,
recorrer con él el camino del Reinado de Dios, es creer en Dios, confiar en
Dios como Padre. Es ser un hijo/a de Dios, tener el Espíritu Santo de Dios, su
manera de ser. Por eso en el tiempo de cuaresma, que es el tiempo del bautismo,
la Palabra de Dios nos invita a ejercitar nuestra fe, a ejercitarnos en la fe.
Nos pide que practiquemos el creer, el confiar en Dios. Nos pone delante el seguimiento
de Jesús poniéndonos como él en las manos de Dios, creyendo que tiene poder
para cumplir lo que promete.
Veinte años después de
Jesús, Pablo está convencido de que lo importante, “lo que salva”, lo que
restablece al ser humano en la amistad con Dios, es la fe. No basta con tener
buenos propósitos o ser muy buena persona. Ni siquiera basta con seguir una
Ley, unas normas morales por muy perfectas que sean.
En el texto de Romanos
8,31-38, Pablo vuelve a trabajar el ejemplo de Abrahán. Lo que Pablo tiene en
mente, y desarrolla a lo largo de sus cartas, son las contraposiciones entre la
Ley (de Dios) y la promesa (también de Dios), el concepto de “cumplimiento” y el
de “fe-confianza”, el de “mérito” y el de “gracia-gratuidad-gratis”. Al final,
lo que tiene valor en la vida de Abrahán es que la vive “en la presencia de
Dios”:
“Ante Dios en quien
creyó, el Dios que infunde vida a los muertos y llama a la existencia a lo que
no existe” (Rom 4,17).
Pablo pasa por alto la
realidad de los detalles de la vida de Abrahán y Sara, no se para en sus
momentos de miedo y de desconfianza, los momentos en que uno u otro se ríen ante
la excentricidad de la promesa de Dios, o los momentos en que Abrahán toma la
iniciativa y asume decisiones equivocadas. Lo que Pablo valora es el “saldo” de
toda una vida:
“Esperando incluso cuando parecía cerrado el
camino a la esperanza, creyó Abrahán […] no vaciló en su fe” (Rom 4,18-19).
Para Pablo, lo que hace que Abrahán
pueda confiar en Dios, lo que convierte a Abrahán en “amigo de Dios”, es la promesa
de Dios mismo. No fue Abrahán quien buscó a Dios para pedirle una descendencia,
una tierra y una bendición. No fue a Abrahán a quien se le ocurrió lo de tener
un hijo para iniciar una historia de salvación. La iniciativa parte de Dios,
que es quien busca a Abrahán y a Sara, una pareja de viejos gruñones, y les
hace la promesa de que su descendencia heredará el mundo entero. Cuando la dura
realidad es que Abrahán y Sara no tienen descendencia, ni la pueden tener. ¿Dónde está el absurdo, en la promesa de Dios o en la realidad?
También Jesús promete
a sus seguidores algo similar: “Felices
los humildes, porque Dios les dará en herencia la tierra” (Mt 5,5). Es una
promesa tan absurda e imposible como la que recibe Abrahán de que su
descendencia heredará el mundo entero. Los mansos son aplastados por los
poderosos, que son quienes poseen la tierra, la rentabilizan y especulan con
ella. Ésa es la dura realidad.
4. Tiempo de ejercitarnos como hijos de Dios
Abrahán, a pesar de
todo, “contra toda esperanza”, “incluso
cuando parecía cerrado el camino a la esperanza”, confió en las
promesas de Dios. Jesús confió en el amor del Padre hasta su muerte, incluso en
la misma cruz, cuando todas las evidencias le decían que Dios lo había abandonado.
Pero Abrahán llegó a ser amigo de Dios. Y Jesús fue resucitado por el Padre y glorificado
como Hijo de Dios. Por Jesús, dice Pablo, también nosotros llegamos a ser
“amigos de Dios”, e “hijos de Dios”.
“Esto precisamente le valió para ser amigo de
Dios. Y cuando dice la Escritura “le valió” no se refiere únicamente a Abrahán,
sino también a nosotros a quienes “nos valdrá” igualmente, a nosotros que creemos
en el que resucitó a Jesús, nuestro Señor, a quien Dios entregó a la muerte por
nuestros pecados y resucitó para ser nuestra salvación” (Rom 4,22-25).
“La
promesa está vinculada a la fe, de manera que, al ser gratuita, quede asegurada
para todos los descendientes de
Abrahán, no sólo para los que pertenecen al ámbito de la ley, sino también a
los que pertenecen al de la fe de Abrahán que es nuestro padre común” (Rom
4,16).
Pablo se plantea, en
la polémica con judaísmo fariseo de su tiempo, para quién es la promesa de
Dios. ¿Exclusivamente para los judíos, descendientes biológicos de Abrahán? ¿O
también para los gentiles, para los paganos, para los sin-Dios, para los
“dejados de la mano de Dios”? Hoy podemos extender el campo de acción de las preguntas
de Pablo: ¿Quiénes son los destinatarios de las promesas de Dios? ¿Sólo los
cristianos o también los que no lo son? ¿Sólo los buenos o también los malos?
¿Sólo los que lo saben y están en el ajo, o también los que no saben nada? Pablo
nos diría que no hay dos humanidades, sino una sola, objeto del amor de Dios.
Tampoco hoy.
Jesús, el crucificado-resucitado,
llamó a Pablo a ser “apóstol de los gentiles”. En la cuaresma la Palabra de
Dios nos recuerda que Jesús nos llamó también a nosotros en nuestro bautismo
para ser “cristianos”, “otros Cristos”, miembros del “Cuerpo de Cristo”. La
Palabra nos proclama que nunca es tarde para responderle, para ponerse en
camino, para seguirle.
La cuaresma es tiempo de ejercitar
la “conciencia renovada”, la “identidad nueva”, como discípulos/as de Jesús. Pero
también hemos de ejercitar nuestra “conciencia renovada” y nuestra “identidad
nueva” como iglesias, como comunidades cristianas, como comunidades en
seguimiento de Jesús, en camino hacia el Reinado de Dios, como “signos
visibles” del Reinado de Dios que se abre paso entre los hombres y mujeres de
nuestro tiempo.
La
Cuaresma es tiempo de reanudar el camino tras los pasos de Jesús. En medio de
las dificultades y de los conflictos que se nos echan encima cuando nos
enfrentamos al mal, como Jesús. Cargando con la cruz. Pero manteniéndonos en la
confianza en aquel que resucitó a Jesús.
Autor: Pastor Gerson Amat
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