28 de febrero de 2012

Ejercitación del Cristianismo

26 de febrero de 2012 (
1º domingo de Cuaresma) Textos Bíblicos: 
Génesis 9,8-17; 
1 Pedro 3,18-22; 
Marcos 1,9-15

Tiempo de cuaresma

Ya hemos hablado otros años de los orígenes y del significado del tiempo cuaresmal: comenzó (allá por el siglo IV, todavía fresco el recuerdo de las persecuciones) como un período de tiempo en el que todos los miembros de la comunidad cristiana acompañaban con sus ayunos y oraciones a los catecúmenos que se preparaban para su bautismo en la vigilia de la Pascua.
Pero junto a ese sentido de la cuaresma existe también otro que tiene que ver directamente con los que ya están (estamos) bautizados: La cuaresma sería un tiempo de “ejercicios espiritua-les” (¡Horror! ¡Que viene Ignacio de Loyola!). No os asustéis. Es el mismo sentido que le dio Sören Kierkegaard, el teólogo luterano danés del siglo XIX, en su obra “Ejercitación del Cristianismo”. 

Ejercitación del Cristianismo

Algunos cristianos de la antigüedad, como Tertuliano, compararon la vida cristiana (individual y comunitaria) con la vida de la milicia. Ya Pablo utiliza imágenes tomadas de la vestimenta del soldado romano, o de la disciplina militar. Hoy en día, después de tanta brutalidad como la ejercida en las guerras del último siglo, y de la crueldad que se manifiesta de muchas maneras en la violencia en la que hoy seguimos estando inmersos, nos repugna ver la vida cristiana comparada con imágenes militaristas. Pero un ejemplo es un ejemplo. Y la disciplina de un ejército, su preparación constante y progresiva, su conocimiento del terreno y de las posiciones del enemigo, su estrategia, sus tácticas y su logística, su entrenamiento, sus maniobras, etc., son bastante adecuados (¡siempre a título de ejemplo, y sólo como un ejemplo!) para expresar el sentido de la vigilancia, de la disciplina, de la preparación y del ejercicio que nos propone el tiempo de Cuaresma, y que procede del mismo Jesús de Nazaret, cuando repite con insistencia: “estad vigilantes, orad, estad preparados…”.
Sin embargo, aunque hoy se nos quiera vender la imagen de que su función es llevar a cabo acciones humanitarias, los ejércitos reales están creados y entrenados para destruir, herir, matar y vencer. No seré yo quien se ponga ahora a discutirlo. ¡Lástima de ejemplo!

La milicia del Reinado de Dios 

Sin embargo, ¿os imagináis que pudiera existir un “ejército” cuya única misión fuera verdaderamente llevar a cabo misiones humanitarias? Un ejército sin armas, totalmente organizado, preparado y entrenado para hacer el bien. Un ejército creado para luchar contra el mal a fuerza de bien. Parafraseando a Francisco de Asís, podríamos pensar en un ejército bien entrenado para hacer salir el amor donde haya odio; para llevar el perdón donde haya ofensa; para conseguir la unión donde haya discordia; para encontrar confianza donde haya duda y miedo; para sacar esperanza de la desesperación; para encender la luz donde haya oscuridad; para hacer saltar de alegría donde haya tristeza. 
¿No sería algo así (o parecido) lo que quería Jesús cuando eligió a Andrés y a Simón, a Juan y Santiago, al principio de sus andanzas por Galilea? ¿O cuando a las afueras de Jerusalén envió a sus discípulos a hacer nuevos discípulos, a bautizar, y a enseñar a cumplir lo que él había mandado? Hombres y mujeres, repartidos por toda la tierra, preparados y entrenados para hacer la voluntad de Dios como el mismo Dios. Para vivir como vivió Jesús: con libertad y con amor.

El pueblo de la alianza 

Hombres y mujeres amigos de Dios. No me refiero a los que creen que sólo ellos tienen el favor de Dios, sino a los que han descubierto el amor que Dios tiene por toda la humanidad, el amor de un Dios que espera ser amado por cada ser humano. Para expresar esta realidad, la Biblia utiliza el concepto de pacto o alianza.
El texto del Génesis 9,8-17, que hoy hemos leído, nos muestra a Dios tomando la iniciativa y estableciendo una alianza con toda la creación:
“Mirad, yo establezco mi alianza con vosotros, con vuestros descendientes, y con todos los animales que os han acompañado: aves, ganados y bestias; con todos los animales que salieron del arca y ahora pueblan la tierra […] Cada vez que aparezca el arco entre las nubes, yo lo veré y me acordaré de la alianza eterna entre Dios y todos los seres vivos que pueblan la tierra” (9,9-10.16).
Las Escrituras nos dicen que Dios está firmemente comprometi-do con toda su creación, “salida buena de sus manos” (Gén 1,4.10. etc.). Pues bien, el tiempo de cuaresma invita al pueblo cristiano a ejercitarse en el cuidado de todo lo creado por Dios: la tierra y todos los seres que la habitan. Y todos los seres humanos, hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, de todas las condi-ciones, etnias, culturas y religiones.
Pero la Biblia nos habla también de una alianza de Dios con Abrahán:
“Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y dirígete a la tie-rra que yo te mostraré. Te convertiré en una gran nación, te bendeciré y haré famoso tu nombre, y servirás de bendición para otros […] ¡En ti serán benditas todas las familias de la tierra!” (Gén 12,1-3).
De Abrahán, un extranjero sin tierra, Dios quiere sacar un pueblo para que sirva de bendición para otros pueblos, para que sea medio de bendición para “todas las familias de la tierra”. Pablo nos explicará que este pueblo no es biológico ni político, sino formado por todos los creyentes de la tierra, por todos los que se fían de Dios. La cuaresma invita a los cristianos, un pueblo siempre extranjero donde nos encontremos, a ejercitarnos en la bendición. En desear y hacer el bien. Nos invita a entrenarnos en buscar el bien de las familias que nos rodean, de las ciudades y las naciones en las que vivimos.
Hay una tercera alianza de la que nos hablan las Escrituras, quizás la más conocida y destacada: la alianza con Israel que tuvo a Moisés como mediador. Todo el AT es testimonio de esta alianza, pero escojo un texto del Deuteronomio:
“Ahora, Israel, ¿qué es lo que demanda de ti el Señor tu Dios? solamente que lo respetes y sigas todos sus caminos; que lo ames y rindas culto al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma, y que cumplas los mandamientos y los preceptos del Señor que yo te prescribo hoy, para que seas dichoso […] El Señor vuestro Dios […] no actúa con parcialidad ni acepta sobornos, defiende la causa de la viuda y del huérfano, y muestra su amor por el inmigrante proveyéndole de pan y vestido […] Mostrad vosotros también amor por el inmigrante…” (cf. Dt 10,12-13.17-19).
De entre todos los pueblos de la tierra, de entre todos los pueblos “religiosos”, Dios le pide a Israel que aprenda a vivir y a practicar la justicia: a vivir unas relaciones justas, ajustadas, con Dios pero también con los demás. No sólo con la propia familia o con “los míos”: especialmente con “la viuda, el huérfano y el inmigran-te”. También la cuaresma nos invita a los cristianos, extranjeros en una tierra extraña, a ejercitarnos en la justicia de Jesús, aquella justicia “superior” a la de los juristas, los políticos y los “piadosos” de todas las épocas: porque es la justicia del Dios que “hace llover y salir el sol sobre justos e injustos, sobre buenos y malos”. La justicia perfecta de la “gracia”, del Dios que está desde siempre, com-prometido a favor de los seres humanos, del amor que Jesús derrochó mientras vivió, y que le movió a entregarse a la muerte y a perdonar a sus verdugos. La justicia gratuita del Dios de la vida, que resucita a Jesús y lo hace Señor de un nuevo pueblo sin ejércitos, Rey de un nuevo reino sin fronteras, gobernante de una nueva realidad reconciliada:
“Esta copa es la nueva alianza sellada con mi sangre; cada vez que bebáis de ella, hacedlo en memoria de mí” (1 Cor 11,25).

El bautismo que salva

Ése es el punto de partida del texto que hemos leído en 1 Pedro 3,18-22, que empieza hablando de la muerte de Jesús y termina hablando de su resurrección:
“También Cristo murió por los pecados, una vez por todas, el inocente por los culpables, para conducirnos a Dios […] Os salva en virtud de la resurrección de Jesucristo, que, ascendido al cielo, comparte el poder soberano de Dios y tiene bajo su autoridad a todas las potencias celestiales” (3,18.21-22).
 ¿Sigo utilizando el ejemplo del ejército? La Cuaresma nos re-cuerda que el compromiso cristiano por el bien, por la justicia, por una vida de felicidad compartida, supone un enfrentamiento brutal contra el mal, la injusticia y el sufrimiento. En el último texto leído, el de Marcos 1,9-15, Jesús, al ser bautizado, recibe el Espíritu de Dios, la vida misma de Dios, el ser de Dios, y comienza inmediata-mente su tarea de establecer una “cabeza de puente” para el Reinado de Dios. Y lo hace identificado totalmente con el Dios que es Padre, con el Dios que es perfecto porque es misericordioso. Y como nos narran los relatos de las tentaciones, Jesús se las ve con el mal en un enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Un enfrentamiento que va durar todo el ministerio de Jesús y que acabará con su condena, su tortura y su ejecución. Porque la cuaresma nos recuerda que la resurrección pasa por la cruz.
 Los cristianos a los que Pedro escribe su carta estaban experimentando la persecución. Por eso Pedro les habla en su carta de aceptar el sufrimiento por hacer el bien, de mantenerse firmes en el camino hacia la victoria, que, para algunos de ellos, es probable que, como le ocurrió a Jesús, pase también por la muerte violenta. Pero Pedro les recuerda también aquí el hecho de que no se han de enfrentar al mal con sus solas fuerzas. Están “siendo salvados” en medio de la adversidad. Están “siendo salvados” por el Jesús que ya es el Cristo, el Mesías que ha vencido a la muerte y que les infunde vida nueva, una vida como la suya, la vida que viene del Dios del amor. 
Y el signo de esa salvación, que los cristianos reciben día a día de Jesús, que ha pasado de la muerte a la vida, es el bautismo. Un signo material, el agua, como la que inundó la tierra en tiempos de Noé, y sacó de ella una “tierra nueva” para una “humanidad nueva”. Pero un agua que hace mucho más que limpiar. “El bautismo que ahora os salva” es la petición a Dios de una “conciencia renovada”, es decir, de una “identidad nueva”, la misma identidad de Jesús el Cristo: hijos de Dios. Es la introducción en un nuevo pueblo (la Iglesia, el Cuerpo de Cristo), con una tarea nueva (el Gobierno de Dios). 
Sobre todo (y eso es lo que le da sentido y fuerza a todo lo de-más) el bautismo es el signo del compromiso firme de la gracia de Dios, del “Dios de la gracia”, que gratuitamente se ofrece a cambiarnos de dentro a fuera, dándonos una nueva conciencia, una nueva identidad, y nos hace criaturas nuevas para el mundo nuevo que empezó a hacer en el Gólgota. 
La cuaresma es el tiempo del bautismo. No sólo el tiempo de los que se preparan para el bautismo, sino el tiempo de los bautizados que se preparan para vivir como tales. Es tiempo de “maniobras”, tiempo de ejercitar lo que somos, lo que hemos sido hechos por el Espíritu de Dios al ser incorporados a Jesús por el bautismo. Es tiempo de prepararnos para la tarea de anunciar y realizar la única noticia que un día nos hará saltar de alegría cuando descubramos que habrá estallado la Paz.
La carta de Pedro hace una apostilla: del diluvio sólo se salvaron ocho personas. Por el contrario, la salvación que significamos en el bautismo es para todos. Y todo el que lo desee se podrá beneficiar de ella. Todos. Incluso los injustos anteriores a Jesús. Incluso los que nunca hayan oído hablar de él. Porque Dios no es Dios de muertos sino de vivos, y hasta a los muertos alcanza la oferta de la vida.
La diferencia entre nuestra esperanza y cualquiera de las utopías humanas es que los nuevos cielos y la nueva tierra donde reine la justicia, la tierra de la libertad, la liberación del sufrimiento, no alcanzará solamente a los que lleguen al final, a la última generación, a lo esperado o anhelado durante cientos de generaciones. La promesa, y la oferta, y el cumplimiento, serán para todos los que acepten el mensaje de Jesús, sea cual sea la situación en que les llegue, para todos los que se comprometan en la causa de un mundo de Dios para nosotros.
La cuaresma nos invita a los bautizados, a los comprometidos hasta las cejas en la tarea de Jesús, a los que estamos empapados de su amor, a ejercitarnos para nuestra lucha contra los poderosos del cielo o de la tierra, contra todos los encumbrados, contra los que se creen dioses, contra los que quieren ser señores de los demás, contra todo lo diabólico de este mundo. Porque 
“el bautismo no consiste en quitar una suciedad corporal, sino en comprometerse ante Dios en llevar una conducta lim-pia. Y os salva en virtud de la resurrección de Jesucristo, que, ascendiendo al cielo, comparte el poder soberano de Dios y tiene bajo su autoridad a todas las potencias celestiales” (1 Pe 3,21-22). Amén

Autor: Pastor Gerson Amat

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